Mi padre es un pastelero de primera, se llama Jacinto y vive en un pueblo de la sierra de Madrid denominado Manzanares del Real.
Un buen día, le estaba ayudando yo en su tarea porque la ocasión así lo requería. Íbamos a cele- brar un acontecimiento muy señalado para mí. ¡Era mi cumpleaños! Y mi padre se disponía a com- placerme con una obra de arte, de las que él solía hacer para compartir con mis amigos.
Yo me coloqué el delantal, batí los huevos, espolvoreé la harina, pesé el azúcar y esperé ansioso el milagro del horno, observando cómo esponjaba. Cuando me di cuenta, mis dos hermanos Luis y Amanda estaban rodeándome, así que decidí aprovechar la oportunidad para ofrecerles mis expli- caciones. Sentí en mi interior un cosquilleo desconocido. Sabía que estaba impartiendo mi primera clase de cocina.
¡Qué barbaridad! ¡Qué magia! ¡Cómo aumentaba el volumen de aquella masa que yo había remo- vido con mis propias manos! ¿Cuánto os parece que puede pesar? ¡No me lo podía creer! Tan sólo dos kilos. Y allí había para tomar, dar y regalar. No obstante, faltaban algunas cosas y nos dispusi- mos a hacerlas: humedecer el bizcocho, hervir la leche para preparar el relleno, elegir las frutas que embellecerían la superficie, y ¡cómo no!, recibir los consejos del maestro de verdad que era mi padre. Cuando la tarta estuvo terminada, parecía la paleta de colores de un gran pintor, en la que yo había participado. Este hecho me enorgullecía y tuve el privilegio de servírsela a cada uno de mis invita- dos. Eso sí, decidí que empezaría por orden de preferencia. Los primeros, mis hermanos, porque papá y mamá ya sabían que, pasado el primer momento, iba a quedar tarta de sobra.
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